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VOCACIÓN FRANCISCANA por Lázaro Iriarte, o.f.m.cap. |
Capítulo 12: Antes que la hermandad como ideal de vida evangélica Francisco encontró al hermano. En el hermano hombre se le reveló el Cristo hermano. Y a través de Cristo y de su Evangelio fue recibiendo el sentido pleno de la paternidad universal de Dios y de la familia de los hijos de Dios, que hermana a los bautizados, a todos los hombres, a la creación entera. Hay algunos textos evangélicos de su preferencia, tantas veces saboreados en aquella su manera de orar siempre vital y realista:
Fundada en Cristo, el primogénito entre muchos hermanos (Rm 8,29), la fraternidad que tiene el santo en la mente es siempre la que une a los hombres en el amor de un mismo Padre y en el beneficio de una misma salvación, realizada por «un hermano de tal calidad que dio la vida por sus ovejas y oró al Padre por nosotros, diciendo: Padre santo, guárdalos en tu nombre» (2CtaF 56). Esta unidad, constituida por «hermanos espirituales», en el sentido que ya conocemos, se convierte en fraternidad por la acción integradora y unitiva del Espíritu Santo. «EL SEÑOR ME DIO HERMANOS» (Test 14) En el pueblo de Dios ha existido siempre el impulso a realizar la unidad querida por Cristo mediante los lazos de la fraternidad. Lo que transitoriamente logró la primera comunidad eclesial entera, reaparece de continuo como llamada de grupos reducidos, que mantienen viva la aspiración cristiana a aquella meta. Pero quizá nunca como a fines del siglo XII y durante el XIII se ha hecho sentir esa llamada como exigencia de la autenticidad evangélica. Todos los movimientos religiosos de aquel tiempo, más aún, todas las organizaciones de carácter social o económico, tendían a hacer de la fraternidad la forma de expresión y la fuerza de unión del mutuo compromiso. Las Órdenes religiosas aparecidas entonces adoptaron como de común acuerdo la denominación de Hermanos. Y ese común distintivo -Frailes (corrupción de Fratres)- sirve aún hoy para designar popularmente a los miembros de tales instituciones. Y es de notar que, en el empeño actual por volver a las fuentes, todas ellas están poniendo el acento en la fraternidad como valor primario. Al poner en marcha su fraternidad, Francisco no tuvo a la vista ningún modelo precedente. La comunidad benedictina jerarquizaba a los hermanos en la sociedad del monasterio, realización, a escala reducida, de la comunidad eclesial. El monje, bajo el gobierno y la acción del abad, que hace las veces de Cristo, recibía todo cuanto necesitaba así en lo espiritual como en lo temporal, y daba todo, aun su propia actividad externa, en la comunidad y por medio de la comunidad. La estabilidad era la base de una vida integrada por la alabanza divina y el trabajo.[2] La comunidad agustiniana, que unificó a los canónigos regulares a partir del siglo XI y a los ermitaños desde el siglo XIII, tomó como modelo de agrupación la primera comunidad de Jerusalén. La pobreza individual y la caridad fraterna recibían una expresión que tenía valor de símbolo: vita communis. Denotaba el techo común -claustro, refectorio, dormitorio-, alimento y vestido común, oración común (coro).[3] En las constituciones de los premonstratenses -y en las de los dominicos inspiradas en ellas-, el término «vida común» designa, además, la uniformidad de la observancia, que «fomenta y representa al exterior la unidad de los corazones que debe existir en el interior».[4] Interpretación ésta muy natural en dos Órdenes que necesitaban afirmar su peculiar vocación apostólica fuera del claustro monacal. Se abre paso un nuevo estadio en la vida religiosa. En la fraternidad franciscana la «vita communis», elemento primordial en la abadía benedictina y en la «canónica» agustiniana, puede decirse que no cuenta. La profesión de pobreza no dice ya relación a los beneficios que lleva consigo la abdicación de la propiedad privada para poseer en común los medios de vida, sino a la adhesión personal a Cristo pobre y a la liberación colectiva, no sólo individual, de los compromisos terrenos. Jacobo de Vitry atribuía el rápido crecimiento de los hermanos menores a este factor:
Suprimidas las miras de utilidad propia, el religioso queda libre para darse a los hermanos en un amor universal. Francisco quería que las privaciones inherentes a la «altísima pobreza» hallaran una compensación, no en la vida común jurídica, sino en la caridad multiplicada de los hermanos. El tipo de imitación no es la «ciudad de Dios en la tierra», como en el monasterio, ni la primitiva comunidad de Jerusalén, como en el convento canonical, sino la vida apostólica: llevar al mundo el Evangelio con el testimonio y con la palabra en las condiciones de vida del grupo formado por Cristo y los apóstoles. En los escritos personales de Francisco y de Clara no se hace mención ni una sola vez del modelo de la primera comunidad de Jerusalén. Únicamente cuando, constituida la comunidad conventual, se sintió la necesidad de motivar la vita communis, aparece alguna alusión en las fuentes biográficas.[6] Francisco, en sus escritos, habla siempre de fraternidad: por diez veces en las dos reglas, en el Testamento y en la Carta a toda la Orden. Además, el término hermano/hermanos se halla 179 veces en esos mismos documentos. El término hermana/hermanas aparece 60 veces en la Regla de santa Clara, 17 en su Testamento y 18 en los demás escritos suyos. Se trata de una fraternidad de pobres y, por lo mismo, fraternidad de menores, liberada ella misma, aun como grupo, de los afanes terrenos y proyectada hacia los hombres, en estado permanente de misión. Clara tenía ante sí los mismos dos modelos preexistentes: la comunidad femenina benedictina y la agustiniana, algo menos monástica. En estos monasterios, más aun que en los masculinos, se daba por descontada la seguridad económica, lo mismo que la discriminación social interna entre monjas y conversas y el ritmo comunitario de sello cenobítico. Existía también el modelo nuevo de las beguinas y de la rama femenina de los humillados, grupos fraternos surgidos del seno de la sociedad artesanal, que se daban a la oración y a obras de caridad, y vivían de su trabajo. Jacobo de Vitry, al describir los varios modelos observados por él, se complace en poner de relieve la originalidad del movimiento minorítico en general, pero de modo especial el estilo de vida de las que él llama hermanas menores: a diferencia de las monjas, no viven en monasterios, sino en «hospicios»; trabajan con sus propias manos, pero, a diferencia de las beguinas y las humilladas, viven en retiro fuera de las ciudades.[7] No se trata de una fraternidad itinerante, al estilo de la de los hermanos menores, pero también ellas se sienten «viajeras y forasteras». Tienen de común con los hermanos, en virtud de la común vocación evangélica, la pobreza absoluta, la precariedad de los medios, y la dinámica interna sencilla y alegre. CARACTERÍSTICAS
MÁS SIGNIFICATIVAS 1. Cristo, centro vivo de la fraternidad En el contexto del misterio de la paternidad divina, Francisco cita, como lo hemos visto, las palabras de Jesús: Dondequiera que se hallen dos o más reunidos en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos (Mt 18,20). Tiene fe viva en esa presencia vital del Resucitado en el grupo de los hermanos reunidos en su nombre, ya sea cuando lo veneran y lo reciben en el Sacramento, ya cuando experimentan que Cristo mora por la fe en sus corazones para que estén enraizados y cimentados en la caridad (Ef 3,17). 2. Hermanos y hermanas «espirituales» La presencia del Cristo «hermano», don central del amor del Padre, en cada uno de los hermanos, en cada persona, en cada cosa creada, se completa con la presencia del Espíritu Santo, el amor increado, don del Padre y del Hijo. Es él quien llama y guía a los candidatos a la fraternidad mediante su «inspiración» y su «unción», se posa sobre cada uno de los hermanos y mora en ellos, los une «espiritualmente». Gracias a esta presencia y a esta «santa operación» del Espíritu, vienen a ser hermanos y hermanas espirituales, esto es, dóciles al mismo Espíritu, por lo tanto hombres y mujeres que no caminan según la «carne», sino según el «espíritu». Francisco hubiera querido proclamarlo, aun en la Regla, ministro general de la fraternidad. 3. Fraternidad vitalizada por la Palabra Ante todo, por la Palabra de Dios, que es «espíritu y vida». Hemos hablado ya del lugar que ocupa la sagrada Escritura en la dinámica espiritual de la fraternidad. Ésta recibe también vitalidad de la palabra humana, la de cada hermano y cada hermana. Para Francisco no tenía sentido el culto del silencio como valor en sí. Era observado desde el principio como requisito del espíritu de oración y de la intimidad fraterna, pero no obstaculizaba la espontaneidad y la alegría de la convivencia (cf. 1 Cel 41; LP 56; EP 95; REr 3-5). La Regla no bulada decía: «Y todos los hermanos guárdense de calumniar y de contender de palabra; empéñense, más bien, en guardar silencio siempre que Dios les conceda la gracia» (1 R 11,1-2). El motivo, como aparece por el contexto, no es otro que la caridad. Entre los compañeros del santo hallamos, en efecto, quienes, como Bernardo, Silvestre y Gil, poseen la gracia del silencio habitual, y quienes contribuyen a la alegría común con santas conversaciones, y los hay también que hablan o callan a merced del propio espíritu, como fray Junípero;[8] y no faltó algún hipócrita taciturno que dio en la excentricidad de no hablar sino por señas (LP 116). En San Damián, la fraternidad femenina debió de seguir, en los tres primeros años, por lo que hace a la disciplina del silencio, una norma semejante a la que Francisco dispuso para los hermanos retirados en el eremitorio.[9] Pero la Regla dada por Hugolino en 1219, de influjo ciertamente cisterciense, impuso a las «damianitas» el silencio continuo, que debían observar todas de tal forma que no podían hablar entre sí sin licencia de la abadesa; esta norma obligaba aun a las enfermas.[10] La siguiente Regla de Inocencio IV mantenía en todo su rigor el «silencio continuo»; las hermanas habían de servirse de «señas religiosas y honestas» conforme al uso cisterciense.[11] Y lo habían tomado tan en serio las hermanas pobres, que Tomás de Celano pudo escribir en la Vida primera de san Francisco, en 1228: «En quinto lugar, han conseguido la gracia especial de la mortificación y del silencio en tal grado, que no necesitan hacerse violencia para reprimir las inclinaciones de la carne ni para refrenar su lengua; algunas de ellas han llegado a perder la costumbre de conversar, hasta el extremo de que, cuando se ven precisadas a hablar, apenas si lo pueden hacer con corrección» (1 Cel 20). Cuando, finalmente, pudo Clara dar a su fraternidad una forma de vida de inspiración franciscana, omitió la mención del «silencio continuo», y lo limitó a los tiempos y lugares en que hay razón especial para observarlo. Con todo, hay un lugar en que la norma del silencio debe ceder totalmente al bien mayor de la caridad: la enfermería; en ella, «para servicio y solaz de las enfermas, está permitido siempre a las hermanas hablar con discernimiento», en el sentido que da Clara a esta palabra. El ambiente normal del monasterio contemplativo es de paz y recogimiento. Pero santa Clara sabe muy bien que la comunicación, por medio de la palabra, es necesaria para la armonía personal y comunitaria: «Podrán, sin embargo, siempre y en todas partes, insinuar brevemente y en voz baja lo que fuera necesario» (RCl 5,4). También en la fraternidad masculina se fue introduciendo, con el ritmo conventual, la distinción monástica entre silencio evangélico, consistente en evitar las palabras ociosas, y silencio regular, riguroso en ciertos tiempos como exigencia de la vida común. Pero, si bien es verdad que la vida fraterna se construye por la palabra, no lo es menos que puede ser también destruida por la palabra, cuando no es la caridad la que mueve la lengua. Francisco detestaba la detracción:
Las dos reglas contienen amonestaciones serias contra los detractores, y las fuentes biográficas nos dicen de qué manera reaccionaba el santo cuando se trataba de esa plaga que tan fácilmente se ceba en los grupos de convivencia permanente (1 R 7,15; 11,7; 2 R 10,7; 2 Cel 182-183). También santa Clara previene a las hermanas contra la «detracción y la murmuración» (RCl 10,6). 4. Fraternidad alimentada por la oración La presencia unitiva de Cristo y la acción iluminante del Espíritu, como también la docilidad a la Palabra, hallan su clima y sostén en la oración. Todo grupo auténticamente cristiano llega a ser, por lo mismo, comunidad orante. Sin la apertura diaria del espíritu a Dios no es posible la apertura a los hermanos; la fraternidad evangélica ha de ser un descubrimiento progresivo del misterio de la «comunión», bajo la guía de la fe. Hemos visto ya, en el capítulo octavo, los varios aspectos de la vida de oración, tanto personal como comunitaria, tal como Francisco y Clara los vivieron y los enseñaron. 5. Fraternidad fundada en la caridad evangélica El primer biógrafo, en una página incomparable, describe la dinámica interna del grupo inicial, en que la pobreza total, gozosa por voluntaria, y la castidad liberadora de los corazones, disponían para la caridad sencilla y cordial, y donde la caridad misma compensaba con creces las privaciones impuestas por la pobreza y las renuncias del celibato:
Tres matices hace resaltar el biógrafo en ese cuadro ideal: el papel liberador de la pobreza y de la castidad, creando disponibilidad para el amor fraterno, el sentido del servicio y de la obediencia como factor conglutinante y, además, ese clima de positiva humanidad, que Celano ha querido ascetizar con adjetivos convencionales, teniendo en cuenta los destinatarios de la biografía, pero que responde al estilo que sabemos usaba el santo con sus hermanos: abrazos, demostraciones tiernas, risas, en una palabra, ambiente cordial y sereno, exento de complejos, de quienes han hallado en el grupo «espiritual» la respuesta total a los reclamos de la afectividad. Una descripción similar nos ofrece Tomás de Eccleston respecto a los primeros hermanos llegados a Inglaterra. Tomás de Celano vio de esta forma, en 1228, la fraternidad formada por santa Clara: «Antes de nada y por encima de todo, resplandece en ellas la virtud de una mutua y continua caridad, que de tal modo coaduna las voluntades de todas, que, conviviendo cuarenta o cincuenta en un lugar, el mismo querer forma en ellas, tan diversas, una sola alma» (1 Cel 19). Inocencio IV, al aprobar en 1253 la Regla propia de santa Clara, dirá: «Habéis elegido vivir comunitariamente en unidad de espíritus y en el compromiso de la altísima pobreza» (RCl Apr 6). En la verdadera caridad de hermanos y hermanas «espirituales», no se ama sólo con el espíritu ni sólo con el cuerpo, sino con todo el ser humano. Francisco y Clara querían hacer de la fraternidad como una familia, unida con los lazos de un amor más tierno y abnegado que el más fuerte de los amores humanos: el de una madre para con su hijo: «Y cada uno ame y cuide a su hermano, como la madre ama y cuida a su hijo, en las cosas para las que Dios le dé su gracia» (1 R 9,11). «Y confiadamente manifieste el uno al otro su necesidad, porque, si la madre cuida y ama a su hijo carnal, ¿cuánto más amorosamente debe cada uno amar y cuidar a su hermano espiritual?» (2 R 6,8). «Y si la madre ama y cuida a su hija carnal, ¿cuánto más amorosamente debe la hermana amar y cuidar a su hermana espiritual?» (RCl 8,16). Pero no había de ser una caridad de sólo sentimiento, sino manifestada externamente con las obras: «Y muestren por las obras el amor que se tienen mutuamente, como dice el Apóstol: No amemos de palabra y de boca, sino de obra y de verdad (1 Jn 3,18)» (1 R 11,6). En los mismos términos se expresa santa Clara dirigiéndose a sus hermanas:
Ella lo sabía hacer con delicadeza más que de madre: «Y no sólo ama esta venerable abadesa las almas de sus hijas, sino que sirve también, y con admirable celo de caridad, a sus cuerpos. Así, muchas veces las recubre con sus propias manos contra el frío de la noche mientras duermen, y las que comprende que no están capacitadas para la observancia del rigor común, quiere que vivan contentas bajo un régimen más benigno» (LCl 38). Por las expresiones tiernísimas que emplea en sus cartas a Inés de Praga podemos colegir cómo amaba santa Clara, y no hacen sino confirmar los numerosos testimonios del proceso de canonización. Al dictado de la caridad había que pasar por encima de cualquiera de las cortapisas de la tradición monástica:
6. Aceptación recíproca Ningún grupo humano, como enseña la psicología de grupos, puede tener éxito si cada componente del mismo no se siente acogido plenamente y sin reservas, y si él no acepta igualmente a los demás miembros y al grupo mismo con sus ideales y sus tareas. Esto vale con mayor razón tratándose del grupo cristiano; san Pablo da la fórmula exacta: Aceptaos unos a otros, como Cristo os ha aceptado a vosotros a gloria del Padre (Rm 15,7). Una fraternidad que quisiera realizarse seleccionando temperamentos, edades, formación, mentalidades y gustos, no sería una fraternidad evangélica y no duraría mucho; precisamente por el fallo del punto de partida: la aceptación del otro tal como es. Ello supone un empeño de verdadera ascética de purificación, destruyendo todo egocentrismo y dominando las inclinaciones viciosas o hábitos adquiridos que nos pueden hacer pesados a los hermanos. Francisco y Clara nos han dado el secreto: acoger a cada hermano, a cada hermana, tal como es, como un don de Dios (Test 14; TestCl 25). Lo dice expresamente el santo en la respuesta a un superior que estaba desanimado porque no lograba hacer caminar a sus súbditos como él hubiera querido: Ámalos tal como son, y no pretendas que sean mejores cristianos para ti (cf. CtaM 7). Vimos ya cómo él encontró en el Evangelio la norma de oro de las relaciones humanas en sentido cristiano: ponerse siempre en la situación del hermano y obrar con él como quisiéramos se hiciera con nosotros si nos halláramos en igual caso (cf. Mt 7,12). Una de las señales más seguras para saber si se vive dentro de un grupo una tal conciencia es el uso espontáneo del nosotros, aun por parte de los responsables. Es lo que hace muchas veces Francisco en la Regla no bulada, en el Testamento y en las cartas; y todavía esto se echa de ver más en los escritos de Clara, habituada a usar la primera persona del plural, hermana entre las hermanas. La hermandad creada por Jesús con sus colaboradores fue así, un conjunto heterogéneo, y humanamente poco bello, de individualidades sin desbastar. Y la fraternidad que recibió Francisco como regalo del Señor no presentaba un golpe de vista más agradable: un Bernardo con un Gil, un Silvestre con un Junípero, un Maseo con un Rufino...; apenas caben contrastes más estridentes. Pero el fundador seguía una táctica maravillosa para hallarse siempre gozosamente entre sus hermanos: echaba mano del recurso de fijarse sólo en el lado bueno de cada uno; entre todos hacían así el perfecto hermano menor, juntando las virtudes de unos y otros:
7. Nivelación total entre los componentes del grupo El primer biógrafo, después de citar las palabras del fundador sobre el desapropio que debían realizar al entrar en la fraternidad los doctos y los que en el mundo eran personas de calidad, comenta: «¡Enseñanza verdaderamente llena de piedad! ¿Qué otra cosa hay, en efecto, de más urgente necesidad -para el que viene de un mundo tan distinto (de regione dissimilitudinis)- que eliminar y limpiar con prácticas de humildad los afectos mundanos fomentados y arraigados por mucho tiempo?» (2 Cel 194). Dondequiera que, a causa de las diferencias naturales, aparecen las desigualdades, se halla el mundo. Por lo tanto, una fraternidad de hombres y mujeres «espirituales», que han salido del mundo, debe ser la tierra de la igualdad. Francisco ponía toda su solicitud y su «vigilante preocupación» en mantener el vínculo de la unidad entre los que «un mismo Espíritu había congregado» para vivir como hermanos: «El Santo tuvo siempre constante deseo y solicitud atenta de asegurar entre los hijos el vínculo de la unidad, para que los que habían sido atraídos por un mismo espíritu y engendrados por un mismo Padre, se estrechasen en paz en el regazo de una misma madre. Quería unir a grandes y pequeños, atar con afecto de hermanos a sabios y simples, conglutinar con la ligadura del amor a los que estaban distanciados entre sí» (2 Cel 191). La misma idea expresa en el testamento lírico compuesto para Clara y las hermanas de San Damián:
Hoy difícilmente podemos formarnos idea de lo que suponía poner en marcha una fraternidad en plan de igualdad absoluta en medio de aquella sociedad estructurada a base de la diferencia de clases, en que cada uno, por nacimiento, pertenecía al rango de los nobles o maiores o al de los plebeyos o minores, sin contar la condición de los siervos, abolida en Asís sólo en 1212. En los monasterios, sólo quien tenía origen noble podía aspirar, ordinariamente, a la categoría de los monjes, los demás habían de contentarse con ser admitidos como conversos, aceptando una discriminación, considerada natural, en lo concerniente a la vida comunitaria, al trabajo y aun al cultivo espiritual; hasta el modo de vestir había de ser diferente. Lo propio sucedía entre las monjas. Santa Ildegarda, abadesa benedictina, que vivió un siglo antes de santa Clara, había escrito, respondiendo a quienes no veían aceptable aquel estado de cosas: «¿Quién haría de su ganado un rebaño en un establo sin separar terneros, asnos, ovejas, cabras? Así también en punto a conventos ha de guardarse una clara separación... Pues Dios ha establecido distinciones en su pueblo: de la tierra y del cielo».[13] En la Regla no bulada se respira de lleno el sentido de igualdad, pero aparece ya la preocupación por las causas que hacen prever la introducción progresiva de desniveles y de situaciones privilegiadas. Y en primer lugar la organización necesaria de la fraternidad con la consiguiente jerarquización. La Regla insiste en que los superiores no son sino «ministros» y «siervos» de los demás hermanos; no quiere saber de títulos: «Ninguno se llame prior, sino todos sin excepción llámense hermanos menores. Y el uno lave los pies del otro (cf. Jn 13,14)» (1 R 6,3-4). El segundo peligro estaba en el sector de los doctos, cada día más numerosos. Era normal que se hiciera notar su presencia en la fraternidad y que ellos fueran tomando poco a poco la dirección e imprimiéndole la orientación en servicio de la Iglesia. Francisco, tan respetuoso y agradecido con los hombres de ciencia, vivió hondamente preocupado por la suerte que podía correr, en manos de ellos, el espíritu de sencillez y de humildad, pero sobre todo la compenetración fraterna. Había sido fácil la igualdad entre clérigos y legos; pero el día en que, introducido el estudio como ocupación de un sector, se definiera la clase de los clérigos doctos, el desnivel interno era inevitable; la fraternidad se clericalizaría. Es lo que, con su habitual didáctica del gesto, dio a entender un día al novicio que le pidió su consentimiento para hacerse con un salterio: «Cuando tengas el salterio, te vendrán deseos de tener un breviario; y cuando tengas el breviario, te sentarás en un sillón, como lo hacen los grandes prelados, y dirás a tu hermano: Hermano, tráeme el breviario» (LP 104). Cuando le hacían la tonsura no permitía que le hicieran corona grande: «Quiero -explicaba- que mis hermanos simples tengan puesto en mi cabeza». Y añadía: «En Dios no hay acepción de personas, y el ministro general de la Religión -que es el Espíritu Santo- se posa igual sobre el pobre y sobre el rico». Quiso incluir estas palabras en la Regla, pero no le fue posible por haber sido ya promulgada la bula de su confirmación (2 Cel 193). Sería imposible detener la evolución, no obstante los esfuerzos realizados todavía por el general Juan Parente. El capítulo de 1239 prohibió que los laicos fueran nombrados superiores mientras hubiera sacerdotes idóneos. Y en 1241 el general Haymón de Faversham «inhabilitó a los laicos para los cargos de la Orden». Por el mismo tiempo era restringida la admisión de los mismos; la razón de recibirlos en la Orden era ya la necesidad de proveer a los menesteres domésticos. Y quedó en vigor el concepto del hermano lego que ha prevalecido hasta hoy.[14] Así se llegó a una transformación profunda de la imagen de la fraternidad. La Orden se hizo clerical. La diversidad de ocupaciones entre los hermanos trajo la diversidad en la formación y la diversidad de derechos. Paulatinamente se llegó a la desigualdad de hermanos privilegiados y no privilegiados, exentos y no exentos, basada ya sea en los títulos académicos, ya en la categoría de los ministerios, ya también en los oficios que uno hubiera desempeñado en la Orden. Y por fin, aunque tardíamente, se introdujo la precedencia de tradición monástica. San Buenaventura, en cuyo tiempo aún no existía, respondía a la acusación de «incivilismo» de que se hacía objeto a los menores por este motivo. Por entonces aún los novicios podían colocarse en el puesto que les pluguiera en el coro y refectorio.[15] Las reformas sucesivas de la Orden -observantes, guadalupenses, capuchinos, descalzos, reformados, recoletos- comenzarían invariablemente por volver a la sencillez e igualdad querida por san Francisco; pero también ellas tornarían a caminar insensiblemente hacia la diferencia de clases, hacia los títulos y las situaciones de privilegio. Era muy difícil sustraerse a la realidad social externa anterior a la revolución liberal y socialista, y al marco casi obligado de un derecho eclesiástico adaptado a aquella realidad.[16] También en la Orden de las hermanas pobres hubo una evolución contraria a la voluntad de santa Clara, que había establecido la igualdad total, sin otra diferencia que la inevitable en el tipo de oficio divino que habían de recitar las hermanas «que saben leer» y las que «no saben leer», como asimismo la de las hermanas externas, que no profesaban clausura, pero estaban integradas en la comunidad como las demás. Fue un papa cisterciense, Benedicto XII, quien determinó en 1336 que las externas -hermanas de servicio- profesaran clausura, constituyendo en adelante la clase de las conversas. La reforma de santa Coleta volvió a la igualdad en las ocupaciones de todas las hermanas.[17] 8. Mutua disponibilidad y comunión de vida «Confiadamente manifieste el uno al otro su necesidad, para que le encuentre lo necesario y se lo suministre» (1 R 9,10). «Confiadamente manifieste el uno al otro su necesidad, porque, si la madre cuida y ama a su hijo carnal, ¿cuánto más amorosamente debe cada uno amar y cuidar a su hermano espiritual?» (2 R 6,8). «Confiadamente manifieste la una a la otra su necesidad...» (RCl 8,15). Conviene hacer notar que tanto Francisco como Clara asocian, en la regla, el tema de la caridad solícita con el de la pobreza. En una hermandad de pobres voluntarios se han de echar en falta por necesidad muchas cosas -razona san Francisco-; mas no ha de ser la pobreza la que ha de ceder, sino que la caridad solícita ha de suplir, en bien del hermano, lo que no está al alcance de los pobres. Multitud de hechos atestiguan de qué manera él se ingeniaba para dejar consolado al hermano necesitado, sin humillarlo: comía en los días de ayuno, para que los débiles no tuvieran reparo, y no se avergonzaba de pedir públicamente carne para el hermano enfermo. Una noche que uno de los hermanos, acuciado por el hambre en tiempo de ayuno, despertó a los demás con sus gritos, Francisco hizo poner la mesa y obligó a todos a comer con el hermano, para que éste no se avergonzase. Y a un enfermo, que manifestó deseo de comer uvas, le llevó consigo a una viña y, sentado con él bajo una cepa, le animaba comiendo él mismo. Frente a los derechos de la caridad suponían poco, en la apreciación del santo, las normas morales comunes, menos aún los demás convencionalismos. Dejó escrito en la Regla no bulada: «En tiempo de manifiesta necesidad, todos los hermanos obren, respecto a las cosas que les son necesarias, según la gracia que el Señor les dé, porque la necesidad no tiene ley» (1 R 9,16). La vida común, ese derecho de cada hermano al mismo trato en el seno de la comunidad, se regía por los cánones de la caridad, sin trabas convencionales. Y lo propio sucedía en la fraternidad femenina de San Damián, a juzgar por una disposición de la regla de santa Clara: Si los parientes u otras personas envían algo a una hermana, la abadesa haga que se lo den. La hermana, si lo necesita, puede usarlo; si no, que lo comparta caritativamente con alguna hermana que lo necesite. Pero si le enviaran dinero, la abadesa, con el consejo de las discretas, haga que se la provea de lo que necesita (RCl 8,9-11). Cada hermano es ante Francisco una persona con su individualidad humana y su fisonomía espiritual, y también con su fondo de sentimientos y de preocupaciones. La nueva familia espiritual que lo ha acogido no debe mirarlo como un ser dislocado de su familia natural; ha de crearse más bien cierta comunión de amor entre una y otra. El santo llamaba a la madre de cada hermano madre de todos los demás (LP 93). En el mismo sentido dijo a los padres de Juan el Simple, que lloraban amargamente viéndolo resuelto a dejarlo todo para hacerse hermano menor: «Este hijo vuestro quiere servir a Dios; no debéis entristeceros por esta determinación, sino alegraros. Es un honor para vosotros, no sólo a los ojos de Dios, sino también a los ojos del mundo. Sacaréis provecho para vuestras almas y para vuestros cuerpos, pues Dios será honrado por uno de vuestra sangre y todos nuestros hermanos serán hijos y hermanos vuestros» (LP 61). ÚNICO PRIVILEGIADO:
EL HERMANO ENFERMO La caridad para con el hermano enfermo es el deber primario de la fraternidad. Francisco «hacía suyos los sufrimientos de todos los enfermos. Cuando no estaba en su mano socorrerlos, los aliviaba con palabras compasivas» (2 Cel 175). El sacrificio por el hermano que es probado por la enfermedad aquilata la caridad en la medida que es desinteresado: «Bienaventurado -decía Francisco- el siervo que ama tanto a su hermano cuando está enfermo, que no puede recompensarle, como cuando está sano, que puede recompensarle» (Adm 24). Si yendo de viaje se sentía enfermo alguno, los hermanos no debían dejarlo solo, sino que debían quedarse uno o más con él y todos debían servir al hermano doliente «como quisieran ser servidos ellos mismos» (1 R 10,1-2; 2 R 6,9). Pero el hermano enfermo, por su parte, había de dar muestras de aceptación de la voluntad divina y de miramiento fraterno, no haciéndose exigente y caprichoso (1 R 10,3-4). Santa Clara, siempre en el contexto del compromiso de altísima pobreza y en la línea de san Francisco, manda en su Regla:
Por el proceso de canonización sabemos cómo practicaba con las hermanas enfermas lo que más tarde prescribiría en la Regla: «Era humilde, benigna y cariñosa, y tenía compasión de las enfermas; y, mientras tuvo salud, las servía y les lavaba los pies, y les daba el agua a las manos; y alguna vez limpiaba los bacines de las enfermas» (Proc 1,12; cf. 2,1; 6,7). Aun el modo de realizar las curaciones milagrosas pone de manifiesto, quizá más que un poder taumatúrgico, el amor compasivo con que se ocupaba de toda hermana a la que veía sufrir bajo el rigor de cualquier dolencia. Cuando no hallaba otra manera de aliviarla, trazaba sobre ella la señal de la cruz orando al Señor sumisamente (Proc 1,16-18; 2, 15-17; 3,16; 4,7). Francisco y Clara, enfermos ellos mismos, daban ejemplo de conformidad con la voluntad de Dios, de paz y de gozo inalterable en medio de los dolores. El santo había añadido en la estrofa del perdón del Cántico: «Loado seas, mi Señor, por aquellos que perdonan por tu amor, y soportan enfermedad y tribulación. Bienaventurados aquellos que las soporten en paz, porque por ti, Altísimo, coronados serán»; y cantó después para Clara y las hermanas:
Más dignos aún de atención delicada son los enfermos del espíritu. Para con los hermanos tentados o víctimas de depresión de ánimo Francisco tenía entrañas paternales y poseía el arte de intuir tales situaciones y de devolver a los corazones la alegría y la seguridad (cf. 2 Cel 42, 110, 177). Manda en la Regla que tanto los ministros como los demás hermanos eviten airarse y conturbarse por el pecado o mal ejemplo del hermano:
El documento más significativo es la Carta a un ministro, encargándole caridad y comprensión sin limites para con los hermanos de conducta reprensible; en ella añade:
Para con toda hermana espiritualmente atribulada tenía Clara entrañas de madre: «Si la dicha madonna Clara veía a una hermana sufrir alguna tentación o tribulación, la llamaba en secreto y la consolaba, llorando; y a veces se echaba a sus pies» (Proc 10,5). «Era compasiva con las abatidas», repiten las declaraciones del proceso (Proc 3,3 y 7; 4,3; 11,5). En la Regla recomienda a la abadesa, como una parte importante de su servicio a las hermanas: «Consuele a las afligidas. Sea también el último refugio de las atribuladas, no sea que, si faltaran en ella los remedios saludables, prevalezca en las débiles la enfermedad de la desesperación» (RCl 4,12). Después de señalar las medidas disciplinares que han de aplicarse en caso de contumacia, añade:
EL
«CAPÍTULO» COMO ENCUENTRO Cuando la atmósfera fraterna alcanza el grado ideal de saturación, se llega sin esfuerzo a la intersubjetividad completa, aun en los sentimientos íntimos y en los secretos de la conciencia. Celano nos describe en qué forma se hacía lo que, en términos de hoy, llamaríamos la «revisión de vida», cuando el grupo se reunía en torno al santo de regreso de las correrías o al final de la jornada de trabajo: al encontrarse juntos, cada cual refería cómo le había ido, atribuía los éxitos a Dios y reconocía con humildad sus deficiencias, buscando la ayuda de sus hermanos; Francisco hacía los comentarios oportunos, mezclando la corrección con las enseñanzas, y los hacía entrar cada vez más en el sentido de la vida que habían abrazado (1 Cel 30). Como ejercicio de esta apertura humilde y límpida, no como sustitución de la confesión sacramental, hubiera querido mantener en la fraternidad la práctica, corriente en los siglos medios, de confesarse entre sí cuando no tenían a mano un sacerdote.[19] Francisco no es el inventor del nombre capítulo, que es de origen monástico. Pero fue el creador de una concepción totalmente inédita del mismo en la historia de la vida consagrada. Aquellos encuentros informales, al retorno de cada dispersión por las regiones de Italia central, se hicieron, con el tiempo, en fechas convenidas; más tarde se tuvieron dos veces al año; y ya en 1216 la reunión de toda la fraternidad se celebraba una sola vez, hacia la fiesta de Pentecostés. Precisamente de ese año poseemos el testimonio precioso de Jacobo de Vitry, quien puntualiza la finalidad y el estilo de tales asambleas:
El capítulo de 1221 fue el último en que tomaron parte todos los hermanos, sin excluir los novicios: una espléndida concentración de algunos miles.[21] En ese año se determinó que el capítulo general quedara reservado a los ministros, reuniéndose anualmente los de las provincias de Italia y cada tres años los de ultramar y del resto de Europa, para tratar de las cosas que pertenecen a Dios, como precisa el fundador en la Regla no bulada (1 R 18,1). La regla de 1223 estableció el capítulo trienal de solos los ministros provinciales, mientras que los capítulos provinciales y custodiales continuaban como encuentro de todos los hermanos, asimismo cada trienio (2 R 8,2-5). La Regla no hace mención del capítulo local, porque no existía aún la fraternidad local. Cuando ésta recibió forma estable, apareció también el encuentro fraterno conventual, en el que tomaban parte todos los componentes de la comunidad, incluidos los novicios; así consta por un conocido tratado formativo de David de Augsburgo, escrito hacia el año 1240, en el cual se dice al novicio que, cuando tenga que dar su propia opinión en el capítulo, manifieste «libremente y con humildad lo que le parece conveniente, sin defender pertinazmente el propio punto de vista, contentándose con haber satisfecho la propia conciencia».[22] Pero, del mismo modo que los capítulos generales y provinciales perdieron muy pronto el carácter de encuentro fraterno para convertirse más bien en órganos de gobierno, también el encuentro local degeneró en formalismo ascético; en su lugar se introdujo el capítulo de culpas, que no dejaba de tener un precedente legítimo en aquel ejercicio de apertura espontánea y de corrección fraterna, practicado en vida del fundador por él mismo y por sus compañeros.[23] Santa Clara, con fino sentido de la dinámica espiritual de la vida fraterna, practicó e impuso en su Regla el capítulo semanal, en el que distingue dos tiempos: uno de índole penitencial, esto es, de manifestación sincera de las propias debilidades, especialmente de las que impiden el compromiso común de fidelidad a la vida profesada; el otro, de intercambio corresponsable sobre la marcha de la comunidad y sobre los asuntos del monasterio, señalando como clave del éxito la que hoy inculcan los expertos de la dinámica del diálogo, a saber, el arte de saber escuchar:
También en la Orden de santa Clara prevaleció bien pronto el formalismo fácil, que requiere menos tensión espiritual y menos humildad verdadera que el diálogo abierto. Diez años más tarde, la Regla de Urbano IV sustituía la prescripción de santa Clara con el tradicional capítulo de culpas, en el cual la abadesa «impone misericordiosamente las penitencias según las negligencias», si bien conservando literalmente el segundo tiempo del diálogo confiado;[25] éste sin embargo duró poco. * * * Pero un ideal así ¿es realizable en un grupo de hombres limitados y pecadores? La pregunta alcanza a todo el programa evangélico y, de manera especial, a la meta de unión en la caridad señalada por Cristo. El Reino no lo veremos nunca realizado en este mundo. El Reino se está haciendo y, aquí abajo, consiste en esa tarea de construcción de la unidad en el amor que cada generación cristiana y cada uno de nosotros vuelve a tomar sobre sí. Así se edifica el Reino, así tiene éxito Jesucristo. La fraternidad no es algo que cada nuevo hermano halla ya hecho y servido para disfrutarlo, como si los demás hermanos hubieran estado preparándosela con abnegación y esfuerzo; es él quien debe construirla con todos. Y este empeño, renovado cada día, de los hermanos que trabajan por un ideal que saben de antemano que nunca lo verán realizado establemente, este sufrimiento de no ser yo suficientemente hermano y menor para con mis hermanos, este amor en acto, esto y no otra cosa es la fraternidad franciscana. No es una categoría estática, que se defina en conceptos jurídicos o en modelos de cómoda adaptación. Como la verdadera caridad cristiana, no consiste en recibir sino en dar, o mejor en darse. Una visión así, dinámica, realista y comprometedora, de la vida fraterna sería más pedagógica, y cristianamente exacta, para la formación de los candidatos. Así se evitarían muchas desilusiones posteriores que con frecuencia no delatan otra cosa que un crudo egocentrismo: ¡si hubiera sabido que la vida religiosa era esto! San Francisco, que vio alejarse cada vez más los días bellos del primer grupo de Rivotorto a medida que se desarrollaba la fraternidad, nunca se sentía tan hermano y siervo pequeñuelo de todos como en sus últimos años; y en el Testamento, mientras recuerda con nostalgia aquellos comienzos, reafirma con fuerza su voluntad de servir y de obedecer, él, pequeño, sencillo y débil, en medio de sus «hermanos benditos», entre los cuales sigue sintiéndose feliz no obstante las amarguras probadas por causa de ellos. Las grandes comunidades, reguladas y uniformes, podían dar a los responsables la satisfacción de imaginarse que habían alcanzado el hecho de la fraternidad en aquella misma articulación disciplinar, sin discordancias. Desaparecido el montaje, hemos caído en la cuenta de que vida en común no es lo mismo que vida en fraternidad... Pero también en las actuales experiencias de pequeñas fraternidades sobreviene con frecuencia el desaliento tras la novedad de los primeros días, y siempre «por culpa de los demás», como antes era «por culpa de las estructuras». Repito: la fraternidad no la encontramos hecha, ¡la hacemos nosotros!, o, mejor, la hace Él, el Espíritu de Cristo en medio de nosotros y por medio de cada uno de nosotros. La fraternidad no es punto de partida, sino meta que hay que conseguir, tanto más difícil y lejana cuanto más genuinamente evangélica. El activismo de la vida moderna lleva fácilmente al aislamiento egoísta en la vida religiosa. Cada uno sigue su camino, vive en el mundo de sus iniciativas y de sus compromisos, despreocupado de la situación y de los problemas del hermano que convive a su lado. No tenemos tiempo para escuchar, para darle pie al hermano a que nos descubra «su propia necesidad», para estar junto al enfermo que «no puede sernos útil» (Adm 24); junto al enfermo corporal, y tampoco junto al enfermo espiritual, junto al hermano en crisis de vocación quizá por efecto de la soledad afectiva a que se ve relegado... Y, sin embargo, hoy precisamente, el camino de la renovación y de la vitalidad, no sólo de las instituciones franciscanas, sino del conjunto de la vida consagrada, no es otro que el redescubrimiento sincero de los valores de la vida en fraternidad. El nuevo Código de derecho canónico añade, a los tres consejos evangélicos objeto de la profesión, un cuarto grande compromiso, común a todos los institutos religiosos: la vida fraterna, como «ayuda recíproca en la fidelidad a la vocación de cada religioso», y como «testimonio de la reconciliación universal en Cristo» (can. 602). NOTAS: [1] J. Micó, La Fraternidad Franciscana, en Selecciones de Franciscanismo, vol. 18, núm 54 (1989) 391-428, con bibliografía; Fernando de Maldonado, La pedagogía de san Francisco de Asís, Roma 1963; L. Iriarte, Communitatis franciscalis evolutio historica, en Laurentianum 7 (1966) 5-114; K. Esser, La Orden franciscana. Orígenes e ideales, Aránzazu 1976 (véase en el índice: «Fraternidad»); F. de Beer, La génesis de la fraternidad franciscana según algunas fuentes primitivas, en Selecciones de Franciscanismo, vol. 11, núm. 31 (1982) 49-74; F. Iozzelli, La vita fraterna nell'Ordine francescano primitivo, en Studi Francescani 74 (1977) 259-313; O. Van Asseldonk, La vida en santa unidad según san Francisco y santa Clara, en Selecciones de Franciscanismo, vol. 15, núm 45 (1986) 407-427; M. Steiner, El Espíritu Santo y la fraternidad según los escritos de san Francisco, en Selecciones de Franciscanismo, vol. 11, núm. 31 (1982) 75-88; AA. VV., Temi di vita francescana: la fraternità, Roma 1983; A. Boni, Fraternità, en DF, 613-638. [2] Francisco Andrés de la Cruz, Francisco de Asís ¿monje?, en Selecciones de Franciscanismo, vol. 2, núm, 5 (1973) 179-183; G. M. Colombás, San Benito: su vida y su regla, Madrid 1954, 80-132; A. De Vogué, Le monastère, Église du Christ, en Studia Anselmiana 42 (1957) 25-46; AA. VV., Spiritualità cluniacense, Todi 1960; F. Vandenbroucke, Théologie de la vie monastique, en Studia monastica 4 (1962) 369-388. [3] A. Manrique, El espíritu de la vida de comunidad según san Agustín, en La Ciudad de Dios 180 (1967) 177-388. [4] F. Petit, La spiritualité des Prémotrés aux XII et XIII siècles, París 1947; L. L. Charlier, La vida común en el siglo XIII con la fundación de la Orden de predicadores, en La vida común, Madrid 1962, 43-62; M. Vicaire, L'imitation des Apôtres: moines, chanoines, mendiants, París 1963. [5] Historia occidentatis, 11; véase el texto en San Francisco de Asís. Escritos..., Madrid, BAC, 1998, pp. 966-967. [6] Por ejemplo en TC 43; también en Jacobo de Vitry, l. c., p. 964. [7] Carta primera, de primeros de octubre de 1216, l. c., p. 964: «Las mujeres, por su parte, viven juntas en algunos hospicios cerca de las ciudades, y no reciben nada, sino que viven del trabajo de sus manos». [8] Vida de fray Junípero, 6: Cómo fray Junípero guardó silencio por seis meses: «Una vez determinó fray Junípero guardar silencio seis meses, de este modo: El primer día por amor del Padre celestial. El segundo por amor de su Hijo Jesucristo. El tercero por amor del Espíritu Santo. El cuarto por reverencia a la Virgen María, y prosiguiendo así, cada día por amor de algún santo siervo de Dios, estuvo seis meses sin hablar, por devoción. En alabanza de Jesucristo y del pobrecillo Francisco. Amén». Esta Vida de Fr. Junípero suele ir, en muchas ediciones, a continuación de las Florecillas y de las Consideraciones sobre las llagas; véase, por ejemplo, San Francisco de Asís. Sus escritos. Las Florecillas..., ed. Legísima-Gómez Canedo, Madrid, BAC, 19715, p. 214. [9] Regla para los eremitorios: «... Y digan siempre las completas del día inmediatamente después de la puesta del sol; y esfuércense por mantener el silencio... Y digan prima a la hora que conviene, y después de tercia se concluye el silencio; y pueden hablar e ir a sus madres... Y los hijos no hablen con persona alguna, sino con sus madres y con su ministro y su custodio, cuando a éstos les plazca visitarlos con la bendición del Señor Dios». Cf. Ch. Aug. Lainati, en Fonti Francescane, Sezione quarta, Introduzione, p. 2228-2229. [10] Regla de Hugolino, n. 6; ed. I. Omaechevarría, Escritos de Santa Clara, Madrid, BAC, 19994, p. 221-222. [11] Regla de Inocencio IV, n. 3; ed. I. Omaechevarría, Escritos de Santa Clara, Madrid, BAC, 19994, p. 245-246. [12] EP 85. Bella asimismo es la descripción hecha por el primer biógrafo de la diversidad entre los íntimos del santo, que le asistían después de la estigmatización: 1Cel 102. [13] Citado por K. Esser, La Orden franciscana..., Aránzazu 1976, p. 67, nota 59. [14] Cf. Chronica XXIV Generalium, AF III, 211: «Estableció [Juan Parente] que ningún hermano fuese llamado maestro o señor, sino que todos se llamaran, como era uso, hermanos». Chronologia Historico-Legalis, I, 24-25. Constit. Narbonenses, Rubr. I, 3-4; ed. en AFH (1941) 39. Cf. L. C. Landini, The causes of the clericalization of the Order of Friars Minor, 1209-1260, Chicago 1968; St. Francis of Assisi and the clericalization of Friars Minor, en Laurentianum 26 (1985) 161-173; M. Conti, Lo sviluppo degli studi e la clericalizzazione dell'Ordine, en Antonianum 57 (1982) 321-346. [15] Cur fratres non habeant consuetudinem praecedentiae, en Determinationes quaestionum, II, q. 20; Opera omnia, VIII, 371; Speculum disciplinae, V, 3-4, ibid. 588. [16] Lo extraño es que haya persistido tan tenazmente el montaje de títulos, exenciones y privilegios, no obstante su anacronismo y a pesar de estar tan en pugna con el espíritu franciscano y evangélico, y esto aun después del Código de Derecho Canónico de 1917 que prohibía los títulos honoríficos y solamente «toleraba» los demás (can. 515). Hoy, por fortuna, no hallamos dificultad en mirar todo eso como «usos anticuados» (cf. Conc. Vat. II, PC 3). [17] Cf. L. Iriarte, Historia franciscana, Valencia, ed. Asís, 1979, pp. 482, 488-89, 490. [18] CtaM 15. Importante también es la Admonición 11 acerca del hermano que «se apropia» el pecado de su hermano cuando se deja dominar por la ira o por la dureza para con él: «Al siervo de Dios nada debe desagradarle, excepto el pecado. Y de cualquier modo que una persona peque, si por esto el siervo de Dios se turba y se encoleriza, y no por caridad, atesora para sí una culpa (cf. Rm 2,5). El siervo de Dios que no se encoleriza ni se conturba por cosa alguna, vive rectamente sin propio». [19] 1 R 20,3-4; CtaM 19. Cf. A. Teetaert, La confession aux laiques dans l'Église latine depuis le VIIIe jusq'au XIVe siècle, París 1926; L. Isabell, The practice and meaning of confession in the primitive franciscan community, Asís 1973. [20] Carta primera, de primeros de octubre de 1216; véase el texto en San Francisco de Asís. Escritos..., Madrid, BAC, 1998, p. 964. [21] Unos 5.000 según LP 18; LM 4,10; Eccleston, De adventu..., 39; unos 3.000 según Jordán de Giano, Crónica, 16. [22] De exterioris et interioris hominis compositione, ed. Quaracchi 1899, 9. [23] Véase Adm 23. L. Iriarte, Communitatis franciscalis evolutio historica, l. c., 143-144. [24] RCl 4,15-18. La última cláusula está tomada de la Regla de san Benito (cap. 3,3), pero cambiando el término iuniori (más joven) por minori (menor). [25] Regla de Urbano IV, 18 octubre 1263, cap. 22,37. |
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